Intento que este blog sea mi espacio para comentar y compartir los libros que leo, y dejar algo que escriba casi de sorpresa. Mi tiempo para esto es muy poco, pero voy a darme una oportunidad.
Pablo había trabajado toda su vida en los caminos de las sierras y su furgoneta era un perfecto exoticario. Cosas que vendía y cosas que recibía como forma de pago, para revender en otra parte. Recorría por semana mil doscientos kilómetros de camino de ripio por todo el norte de Córdoba. Llegaba a puntos ignotos, caseríos muchas veces, granjas pequeñas, casas aisladas en las cumbres, pueblos de sólo viejos, donde ya no quedaban jóvenes ni futuro.
Para mucho de ellos la visita del grandote de cara rojiza era mucho más que el intercambio. Era la encomienda que llegaba para sobrevivir una semana más, enviada por el hijo que había emigrado a la ciudad; o a la inversa, llevaba los pollos o cabritos faenados para la heladera de los hijos estudiantes en Córdoba, capital de la provincia. En tiempos de mails, teléfonos móviles y compañías de logística, la función de Pablo como nexo era crucial. “Por favor dígale a mi mamá que estoy bien, que voy a ir el mes que viene a visitarla y recuérdele que el 28 es el aniversario de la tía Paula. Si se olvida de rezarle se va a poner angustiada la viejita.” “Y por favor don Pablo charle un rato con ella y mire si le cuesta respirar. Hágala que camine unos pasitos, con cualquier excusa, para ver si no se agita y si los huesos no le duelen mucho. Si se niega, hágame avisar, porque seguro que ya se siente mal y no quiere molestar. El anteaño empezó así y terminó en internada una semana”
Así Pablo, con el curso de los años y los encargos, había ido desarrollando habilidades semiológicas. Sabían interrogar si el cansancio era “de todo el cuerpo” o principalmente “del pecho”. En el primer caso la causa eran generalmente estados anémicos o diabéticos mal controlados, y en el segundo problemas respiratorios o insuficiencia cardíaca, que sabía tenían más urgencia, y debía comunicar con premura. Podía diferenciar una gastritis o un empacho banal de un ataque agudo de vesícula o una apendicitis, y salvó más de una vida cargando al infortunado en su furgoneta para llevarlo a donde hubiera un quirófano, salteando el paso de las salitas de primeros auxilios, donde se hubiera demorado el caso por haber una sola ambulancia –en mal estado- para una extensa zona de las sierras.
Mario, el médico del pueblo, le gastaba bromas. “Che, la semana pasada te mataste trayendo a los tumbos al viejo ese pensando que se moría, y al final confesó que en su rancho tuvo nostalgias navideñas y se comió él solito el lechón que venía adobando con tanto cariño ”. “Yo me equivoco por exceso, ustedes ...., no me tires de la lengua que hoy vine manso”, respondía.
Pablo tenía un límite en su actuar “médico”: no recetaba ni una aspirina. “Yo no soy el brujo de la tribu. Para hacerse matar ya tienen a los de blanco o a doña Blanca”. Y disfrutaba sin disimulo la ironía de la similitud lingüística.
Pero había una dolencia para la que Pablo era especialmente sensible. Había tenido una infancia desgraciada y le había quedado un resto de melancolía, que reaparecía en el otoño. Por eso, cuando en la conversación con sus clientes percibía esa sombra, se demoraba más con ellos.
En la soledad de la nada, en esa inmensidad inhóspita de las sierras, se acomodaba en la silla de tientos para presenciar lo que para él seguía siendo un prodigio. El sorbía su mate y les sostenía la mirada, el paisano hablaba.
La parquedad natural del hombre de campo se topaba con la afectividad escueta del gringo, criado por tíos escoceses de la vieja escuela.
No preguntaba nada, porque le parecía que invadía, que quebraba un código. Pero el mate seguía corriendo, y el paisano seguía allí sentado, conversando, como quien habla de un tercero. Con intervalos largos, con circunloquios, con intervenciones mínimas de Pablo. El desarraigo de los hijos, que se iban deslumbrados por la ciudad cercana. O por necesidad, en esta Argentina que sale de una crisis para caer en otra. La vejez que avanza, la enfermedad crónica que carcome fuerzas y ánimos, el recuerdo de un afecto que ya no está...
Para un varón hablar de esto con otro paisano hubiera sido admitir su poca hombría. Con el gringo era otra cosa..., el gringo era gringo.
Para cuando los silencios se alargaban o notaba que se humedecían las miradas, Pablo tenía sus anécdotas y cuentos a mano. Miles, los tenía por miles. Historias que había ido recogiendo aquí y allá, modificándolas a su gusto, y que ahora volvía a cambiar según la necesidad del oyente de turno. Con el talento de los viejos narradores, los que creaban clima, transportaban, sumergían en la historia.
Una tras otra las contaba, alternando géneros: todo el abanico que se despliega entre lo humorístico y lo reflexivo. Los cambios en el rostro de su interlocutor, eso matices que él había ido aprendiendo a interpretar, le iban dando la pauta y la cadencia.
Y si el caso pintaba malo, los invitaba a que lo acompañaran en su vuelta por las sierras. El paisano armaba un hato de ropa, una vianda, y se encaramaba al asiento del acompañante.
Y para esas gentes que vivían encadenadas a su terruño, la vuelta de Pablo era el equivalente de aquello que los médicos de antaño prescribían a sus pacientes ricos y melancólicos: tomarse un barco y rodar el mundo.
Pablo tenía su música: swing, foxtrot, las big bands, y Elvis, mucho de Elvis. Los tíos no le habían dado cariño, pero tenían un Wincofon y muchos discos. Después del tercer whisky del los tíos el huérfano podía poner lo que quisiera, que ellos ya habían emprendido su paseo por los Highlands.
En su furgoneta los gustos musicales del acompañante no contaban. Antes de partir lo amarraba bien con el cinturón de seguridad por si se espantaba, y le inoculaba su música generosamente. Estaba convencido de que El Rey era parte esencial del “tratamiento”. “Esta música le va a gustar, ya va a ver”, decía al partir, y aceleraba sin mirarle la cara.
A donde llegaban lo presentaba como un amigo, y se lo hacía partícipe del asado que marcaba cada visita de Pablo a ese poblado.
Al cabo de unos días de viaje había algunos que decidían quedarse en la casa de algún conocido o pariente, pero la mayoría lo acompañaban a dar la vuelta completa, una semana, alojándose al llegar en alguna pensión de La Cumbre, donde Pablo vivía. El domingo era día libre, y descansaban el uno del otro. Pablo iba a su infaltable golf, el paisano –o paisana- a caminar por la ciudad, ver negocios, autos, cine, tragamonedas, primer mundo.
Una excepción a la regla de los viajes eran las mujeres jóvenes. Pablo había tenido sus amores y amoríos, pero a los cincuenta y cinco no se le conocía pareja, y no quería líos ni habladurías al respecto. Las sierras era su lugar de trabajo, y “donde se come no se caga” decía. Para acceder al tratamiento del gringo había que ser sexagenaria u obesa mórbida.
Era un enero caluroso, y Pablo no estaba viajando porque se reponía de una cirugía de hemorroides –la segunda que le hacían- cuando se presentó en su casa el marido de una anciana que tenía un cáncer terminal. “Dice doña Alicia si podría hacer el favor de ir a visitarla, don Pablo”. Pablo lo miró con extrañeza. Había estado hace quince días y la viejita estaba piel y huesos, y apenas tomaba líquidos. La conocía poco, porque el marido era el que se encargaba de hacer el pedido de las compras, y ella nunca hablaba en presencia del viejo. Podría haber sido sordomuda que él no habría notado la diferencia. “El doctor dice que ya no da para más” agregó el marido. “Y doña Blanca tampoco puede hacer nada”.
Pablo se aclaró la voz: “Escúcheme don Alfio, yo tampoco puedo hacer nada”.
Pero insistió el hombre: “Ella le pide que vaya a contarle esos cuentos que usted le cuenta a la gente, don Pablo”
Pablo lo miró por espacios de unos segundos. No tenía ninguna gana, y la herida lo malhumoraba. “Yo me busco estos quilombos” murmuró por lo bajo mientras entraba a buscar el sombrero y las llaves.
Al rato se vio a sí mismo repitiendo “sus cuentos” a alguien que no sabía si lo escuchaba. Alrededor suyo había un corro de familiares y curiosos, que a él le parecían que venían más por morbo que por familiaridad, para presenciar el instante en que la vieja se “cortara”.
La brújula de su intuición daba vueltas enloquecida: el rostro de la mujer era una máscara, inmutable y cerúlea.
Duró apenas veinte minutos. Se paró, cansado. Sentía que había hecho el ridículo, que la farsa había ido demasiado lejos.
Cuando se marchaba el marido le estrechó fuertemente la mano. “Muchas gracias don Pablo, muchas gracias”
Pablo musitó algo y abrió la puerta de la furgoneta para irse.
“Mañana” –comenzó a decir el hombre- “A la hora que ya el calor no molesta, si usted pudiera...”
El gringo lo miró con una mirada que decía muchas cosas. No es el calor lo que me molesta, le dijo con los ojos, es lo absurdo. Me educaron como gringo y estas cosas de ustedes me resultan extrañas, por no decir fetichistas y de mal gusto. Déjenla morir en paz a la pobre vieja, desarmen este circo.
Por un instante pensó que quizás los cuentos ayudaban más al pobre viejo que se iba a quedar sin la compañera, o a algún hijo o hermano de la doña, oculto entre los acompañantes. Se mordía el labio inferior. Comenzó a sacarle al sombrero unas hilachas que había juntado en años y nunca le habían incomodado como ahora. “Mañana a las siete y media, entonces” dijo sin levantar los ojos, y arrancó.
Y fue puntualmente durante toda una larga semana. Los familiares y los buitres también. La anciana nunca dio una señal de haber hecho contacto, nunca salió de su estado de momia.
Al cabo de esos siete días le mintió al marido que debía atender sus negocios, y se marchó. Esta vez hizo la vuelta más larga. Aprovechó para quedarse en la ciudad de Córdoba para hacer compras y visitar al cirujano que lo había operado. Reapareció en La Cumbre a los quince días. No quería pasar por lo de doña Alicia, si es que todavía existía.
Pero el pueblo era chico, y las noticias veloces. Al día siguiente vio la silueta de don Alfio recortarse en la puerta de vidrio, cuando fue a atender el timbre. La insistencia del viejo le hizo doler aún más la herida en el traste y llegó al colmo del fastidio.
Lo atendió en la puerta, sin hacerlo pasar, el sol cayendo a plomo.
“Le traigo este lechoncito, don Pablo” dijo titubeante el anciano.
Lo tomó por sorpresa al gringo. Se quedó sin palabras bajo ese sol que no ayudaba a las neuronas.
“Mi señora está bien, muy bien. Toda la familia le estamos inmensamente agradecidos”
Pablo seguía plantado en el umbral y mudo. Sabía que entre los católicos se considera que el más allá es mucho mejor que el más acá, con lo cual la frase el viejo no le decía nada respecto del estado de su esposa.
Transcurrió otro intervalo de una incomodidad de fuego.
“Al día siguiente que usted se marchara pidió por señas que le trajéramos una sopita. Y ahora si usted la viera. Es la Alicia de antes. Come, conversa, se levanta de la cama con debilidad, pero anda.”
A Pablo las ideas le zumbaban en la cabeza. Escuchó que le respondía al hombre:
“Usted vio, el cáncer es así, caprichoso. La gente mayor rara vez se muere de eso, porque avanza muy lentamente. Las células malignas se multiplican muy poco en los viejos. La desnutrición y la deshidratación es lo que realmente los mata. Y si usted me dice que ahora se alimenta, bueno, es eso. El doctor seguramente le habrá dicho lo mismo que le digo yo, con más detalles incluso”
El viejo lo miraba desde abajo, desde el sol, desde su indulgencia. Le agarró la mano y se la estrechó con fuerza. Dejó el lechón en el escalón, dio media vuelta y se marchó por donde había venido.
Poema que te estoy buscando
en esta tarde a tientas. Las musas, la fiebre,
el arrebato no están hoy, desde hace tiempo
se vienen ausentando. Y yo, desde el fondo
matriz de mis sinceridades, yo me alegro.
Hoy me toca a mí buscarte,
poema compañero. No me avergüenza
confesarte que te extraño
Me puse abrigo, boina, y me senté
a esperarte en mi silla mecedora.
Cerré puertas a lo otro:
el refugio en lo erudito
-¡tan marchito!-,
lo rebuscado, lo sonoro,
tantas viejas mentiras mías.
Me hamaca la calma en esta tarde.
Su alternancia
-armonía humilde de la paja-
ecos tiene de tu ecos
Cuando vengas
tráeme otra manta, que aún siento frío.
Si los encuentras, pídeles que vuelvan,
mis sentimientos.
Que retornen a habitarme
a tu paso, con los tiempos
de tu tiempo.
Me merezco el desamparo
por las veces que pasaste por mi vida
y yo no estaba.
Hay
un silencio cargado de nubes
orondas, violáceas, preñadas de lluvia
y un campo yermo soñándolas ávido.
¡Qué deseo infinito de empaparme
hasta los tuétanos, de que me laves, me refresques,
rompas mis diques y lo estancado
corra como corría
bajo los sauces!